Diez notas sobre el PSOL y la lucha por un gobierno de izquierda

Valerio Arcary

Traducción: Valentín Huarte
Traducción Publicada originalmente el https://jacobinlat.com/

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En marzo asistimos a un cambio en la coyuntura de Brasil que responde a tres grandes acontecimientos. Dos eran previsibles. El agravamiento de la catástrofe sanitaria y una nueva contracción económica. El tercero fue una sorpresa: la anulación de las sentencias contra Lula y la suspensión del juez Sergio Moro en el Supremo Tribunal Federal (STF). Esta combinación de eventos debilitó al gobierno de Bolsonaro y abrió la posibilidad de elevar los niveles de resistencia a su gobierno de extrema derecha. Anticipó, también, el debate sobre las candidaturas para 2022. Tres posiciones dividen al PSOL en la preparación de su Congreso. El bloque de la mayoría (Primavera, Revolución Solidaria, Resistencia/Insurgencia/Subvertir, entre otros) defendieron la lucha por una candidatura única de la izquierda que plantee un programa de reformas radicales, aunque propone definirlo recién el año que viene. Marcelo Freixo, diputado por Rio de Janeiro defendió la necesidad de un Frente Amplio que incluya a la centroizquierda, mientras que el MÊS y otras corrientes defienden el lanzamiento de una candidatura propia. El Frente Amplio no es posible por muchos motivos. El más importante es que a Ciro Gomes, quien después de haber paseado por otros seis partidos durante los últimos cuarenta años se afilió al PDT (el partido de Brizola), no le interesa la propuesta. Desde 2006 en adelante, el PSOL presentó una candidatura propia en las primeras vueltas de todas las elecciones. Pero, si lo hiciera en 2022, sabiendo que Lula puede participar de las elecciones, corre el riesgo de ser percibido como un obstáculo para la derrota de la extrema derecha, lo que sería fatal.

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Estas diferencias pueden amenazar la unidad del PSOL hasta el punto de generar rupturas innecesarias. Deben abordarse con gran responsabilidad para evitar la fragmentación, que representaría una derrota irreparable. No es posible prever cuál sería la situación política en 2022, lo que significa que el debate de la táctica electoral no es más que una estimación limitada que considera algunas variables actuales como si fueran constantes. No lo serán. Brasil no es muy predecible. Las masas trabajadoras y los sectores de clase media más escolarizados que toman posición contra Bolsonaro están viviendo una situación traumática. Hay millones de personas asustadas, heridas y enojadas. La tragedia sanitaria, la pauperización creciente, el oscurantismo, la violencia y la estupidez que nos rodean están embruteciendo a la sociedad y se está formando una tormenta de furia. Brasil avanza hacia una fractura político-social más grande que la que se produjo durante Fora Collor en 1992, o que el proceso que se abrió luego de junio de 2013. Hasta es plausible que se desarrollen movilizaciones de masas una vez que se logre superar la situación sanitaria. A su vez, este contexto favorece que en 2022 el voto de la segunda vuelta se anticipe en la primera. Quienes defienden el lanzamiento de una precandidatura incurren en tres valoraciones apresuradas: (a) subestiman a Bolsonaro y su capacidad de reposicionarse el año que viene cuando, probablemente, el peor momento de la pandemia y de la recesión habrá sido superado; (b) subestiman a Lula y su capacidad de ocupar todo el espacio de la oposición de izquierda; (c) subestiman también la posible construcción de una candidatura de oposición liberal antibolsonarista y antilulopetista capaz de llegar a disputar un lugar en la segunda vuelta. El PSOL sufrirá muchas presiones, porque el espacio de la izquierda radical puede crecer en la elección de diputados pero será aplastado en las elecciones más grandes. La posibilidad de construir una figura pública con la audiencia de Guilherme Boulos, que llegó a la segunda vuelta en São Paulo con el 20%, no debe ser sacrificada en vano. Si bien no cabe duda de que el PSOL deberá llamar a votar por Lula si este llega a la segunda vuelta, no debe dramatizarse en exceso la posibilidad de apoyar la candidatura del PT en la primera, definición estrictamente táctica. Lo que efectivamente podría dividir al PSOL es la decisión de algún sector de entrar en un posible gobierno de conciliación de clases si Lula vence en las elecciones de 2022. En ese caso estaría en juego una diferencia de principios.

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No podemos mantener el «quietismo» mientras esperamos las elecciones de 2022. Debemos dar respuesta a la necesidad de vacunas y asistencia económica para todo el pueblo bajo la bandera Fuera Bolsonaro. Para las elecciones falta demasiado tiempo. No podemos simplemente «aguantar» y esperar. Pero la libertad de Lula introdujo una variable nueva en la discusión táctica del PSOL. Evidentemente, sin el PT no es posible derrotar a Bolsonaro. Sin embargo, aunque el PSOL es minoritario, no es tampoco un partido tan pequeño como para decir que su posición es testimonial. Ocupa un lugar definido y tiene responsabilidades. Nada es más importante que derrotar a Bolsonaro en las calles y en las urnas. La posibilidad de construir esas condiciones depende de la construcción de un frente único de las organizaciones y los movimientos populares, de la juventud, feministas, negros y ambientalistas, pero también del PSOL con el PT y el PCdoB. La lucha por el Frente Único de la clase debe responder al problema que más les interesa a las masas: el poder. ¿Quién debe gobernar? No podemos responder: el PSOL al poder. El núcleo de la táctica del frente único es el desafío que los revolucionarios lanzan a las direcciones reformistas de la mayoría: ¡rompan con la burguesía, asuman un programa anticapitalista! Esa es la mayor lección que heredamos de Lenin. Ese fue el secreto de la política bolchevique entre febrero y octubre. Lenin y Trotsky defendían la consigna: ¡Todo el poder a los sóviets! ¿Quién dirigía los sóviets? Los líderes moderados mencheviques y eseristas. La lucha por el frente único de clase en Brasil es la lucha por un gobierno de izquierda con un programa anticapitalista. Lo peor que podría pasar en Brasil es que la izquierda no esté representaba en la segunda vuelta. Esa disputa está abierta. Los «astrólogos» de izquierda, que ya saben quién entrará en la segunda vuelta, deberían ser más prudentes porque 2022 no será una reedición de 2002. Lula y el núcleo duro de su corriente en el PT, que mantiene una mayoría estable del 75% frente a una oposición interna de izquierda que tiene influencia sobre un cuarto de los afiliados, pero que tiene mayor audiencia en la militancia juvenil, feminista y popular, se regocijarían en una alianza con algún sector disidente de la burguesía. Lula no tiene dificultades para agarrar el violín, durante la campaña electoral, con la «mano izquierda» y tocarlo con la «mano derecha» después de vencer. Pero ningún sector de la clase dominante parece estar dispuesto, por el momento, a este tipo de alianza, dado que defienden en conjunto el proyecto estratégico de reposicionamiento en el mercado mundial para atraer inversiones. Una solución posible para Lula sería encontrar un aventurero capaz de simbolizar la alianza y que sirviera como una «pantalla» de la burguesía, o lanzar una nueva «carta a los brasileños» e imitar la iniciativa de Palocci en 2002. Lula confía en que será capaz de implementar esta y otras maniobras, lo que podría prolongarse hasta el compromiso con la ley del techo al gasto que fue constitucionalizada y sigue siendo un tema tabú. La apuesta a la avalancha de votos en repudio a Bolsonaro, junto al supuesto de que los trabajadores de los sectores organizados y de la juventud están asegurados, tranquiliza a quienes piensan que no hay ningún peligro en una campaña de «paz y amor», de pacificación social. Pero hay un problema. Lula y la dirección del PT saben que necesitan ampliar la confianza entre las masas populares que sobreviven en la informalidad, acosadas por el crimen organizado y por las iglesias-empresas neopentecostales, y que están desesperadas por la pobreza. Para esto no alcanza con el discurso. Será necesaria una respuesta clara y contundente al desempleo, que implica necesariamente la defensa del rol activo del Estado.

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Se plantea entonces el debate sobre la táctica de volver al centro. En las terribles condiciones sanitarias que se plantean en lo inmediato no es posible responder al peligro que representa Bolsonaro con movilizaciones masivas en las calles. Llegará la hora de convocar a las masas populares a las calles para derrocar al gobierno. Pero mientras tanto podemos promover iniciativas simbólicas: hacer actos, repartir panfletos y, sobre todo, organizar la solidaridad militante con las clases populares a través de donaciones. Con todo, esto no le quita importancia a la campaña política implacable de las organizaciones de izquierda, de los sindicatos y de los movimientos populares y de mujeres, negros y de la juventud, que denuncian al gobierno para ganarse la conciencia de millones y dejan en evidencia que la responsabilidad del desastre en la gestión de la pandemia, del desempleo y de la ausencia de asistencia económica es de Bolsonaro. Este debe ser también el lugar de Lula. Entre los moderados de izquierda, hay quienes piensan ⸺y una buena parte de la dirección del PT apoya esta idea⸺ que sin un giro al centro, Lula no puede ganar en 2022. Están equivocados. La cuestión central de la táctica es otra. La historia no se repite. 2022 no será como 2002, ni siquiera como 2018. El gobierno de Bolsonaro representa un peligro de otro tipo, mucho mayor, del que representaba el gobierno de Fernando Henrique, para no decir nada del de Temer. El gran desafío es llegar a las amplias masas populares, incluso a aquellos sectores que están bajo la influencia de los aparatos religiosos neopentecostales. Lula debe ponerse del lado de los trabajadores y del pueblo. Sin ellos, no es posible vencer. Al luchar por un programa anticapitalista, el PSOL ejerce una presión necesaria y disputa un espacio. Es estéril denunciar las vacilaciones de Lula y de la dirección mayoritaria del PT mientras Bolsonaro conduce el país a la catástrofe. Y lanzar una candidatura del PSOL, un año y medio antes de las elecciones, es cuando menos precipitado.

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La lucha por un gobierno de izquierda debe estar en el centro de la estrategia. Necesitamos una izquierda con voluntad de poder. Al recuperar sus derechos políticos, Lula se posiciona evidentemente como el nombre más fuerte de la izquierda para disputar la segunda vuelta. Pero el desafío en este momento no es definir, con un año y medio de anticipación, quiénes serán los candidatos a escala nacional y en los distintos estados. Está claro que ninguna corriente de izquierda puede ser un obstáculo para que otra candidatura de izquierda llegue a la segunda vuelta. El camino a ser construido pasa por la lucha, el debate y la negociación de un programa de reformas estructurales con medidas anticapitalistas. En este debate nadie debe plantear un ultimátum. Necesitamos extraer las duras lecciones del golpe parlamentario, es decir, de los errores y vacilaciones de los trece años que lo precedieron. El desastre que generó Bolsonaro es radical. En la izquierda hay quienes anticipan la inminencia real e inmediata de un autogolpe por parte de Bolsonaro. También hay quienes prevén, con menos vehemencia, su permanencia. Algunas veces son los mismos, lo cual es perturbador y para nada divertido. Ambos bandos se engañan. Lo que sucedió con la reforma ministerial y el recambio de los comandantes militares no es la antesala de un autogolpe. Brasil no es Bolivia. Tampoco hay ninguna fracción de la clase dominante pensando en un impeachment, ni una relación de fuerzas entre las clases que indique la caída del gobierno. En cualquier coyuntura hay presiones inmediatas. Pero el «presentismo» estimula visiones impresionistas y hasta catastrofistas. Es lo mismo que pasó lo largo de los últimos dos años: a cierta hora es inminente el autogolpe y a otra se considera que es probable que Bolsonaro sea reelecto en 2022. Una hora después, el impeachment está a la vuelta de la esquina, o se anticipa que la victoria de quien llegue a la segunda vuelta como representación de la oposición es irreversible. Esa «montaña rusa» de oscilación en los pronósticos no se corresponde con las variaciones en la relación social de fuerzas.

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Son muchos los motivos que hacen de Brasil un país muy complejo, difícil y peculiar. La «astrología», aun cuando es de izquierda y es divertida, o sea, el mundo subjetivo de las intuiciones, no es un método superior al marxismo. Las inteligencias intuitivas son brillantes. Pero estudiar las relaciones sociales y políticas de fuerza no es un ejercicio vano. Estas indican un debilitamiento, aunque sea lento, del gobierno de la extrema derecha. La crisis precipitó una disputa pública entre las cuatro alas del gobierno. La reforma ministerial fue la expresión de un reajuste de fuerzas dentro de un gobierno de coalición de cuatro alas de extrema derecha en el marco de una dinámica de debilitamiento. El centrão contra el ala neofascista liderada por el clan presidencia, el ala ultraliberal contra el centrão, y el movimiento de Bolsonaro contra la cúpula militar. Este arreglo fue consecuencia de la necesidad de ganar tiempo, de recuperar estabilidad y prepararse para las elecciones de 2022, que contarán probablemente con la presencia de Lula en la segunda vuelta. Bolsonaro se vio empujado a aplicar la reforma ministerial, pero dejó en claro al mismo tiempo que era capaz de hacerlo. Bolsonaro tiene ambiciones bonapartistas, pero el gran capital no apoya una subversión del régimen.

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Bolsonaro sacrificó a Pazzuelo y Araújo, y nombró a Flávia Arruda para tranquilizar al centrão, responder al manifiesto de los 500 y apaciguar las relaciones con Paulo Guedes y el ala ultraliberal, luego de la tensión que generaron las enmiendas que se añadieron al presupuesto. Desplazó a Braga Netto al Ministerio de Defensa para alinear mejor el ala militar. El resto un poco de cintura política, una rutina administrativa. No fue un contrataque. En lo esencial fue un retroceso con algunos reajustes. Esa iniciativa de emergencia no es contradictoria con la estrategia que orienta al gobierno de extrema derecha, desde que llegó al poder, a buscar el reposicionamiento de Brasil en el mercado mundial de forma tal de atraer más inversiones. La posición privilegiada en la relación con el imperialismo estadounidense exige que se nivelen las condiciones de superexplotación de la fuerza de trabajo hasta alcanzar una situación similar a la que prevalece en Asia, que se profundice la especialización primario-exportadora, la reducción de los costos fiscales de los servicios sociales del Estado y mucho más.  Esa estrategia cuenta con el apoyo de la clase dominante. Pero, dado el negacionismo delirante de Bolsonaro, las circunstancias de la pandemia generaron turbulencias políticas. La «masa de la burguesía», en el sentido marxista, apoya la línea extremista contra los lockdowns, pero no lo hace el núcleo del gran capital. Y lo primero es lo primero. El desastre de la pandemia amenaza la estabilidad del régimen. Y, para el núcleo duro de la burguesía, esto es más importante que el destino de Bolsonaro.

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La posibilidad de que Lula sea candidato a la presidencia en 2022 modificó la relación de fuerzas en Brasil. Fue la mayor victoria política democrática de los últimos cinco años. La relación social de fuerzas tiende también a dislocarse, aunque más lentamente, en función de la explosión de entusiasmo que se generó en la izquierda. Las relaciones sociales de fuerza entre las clases se deciden en la estructura de la sociedad. Fluctúan como consecuencia de las confrontaciones de las luchas del período anterior y de sus desenlaces. Son posiciones de clase definidas por los resultados obtenidos en el pasado. En su determinación concurren factores objetivos, pero para el marxismo no son menos decisivos los factores subjetivos, que son la refracción de los acontecimientos en la conciencia de las masas. Todavía estamos en una situación reaccionaria, es decir, defensiva. Venimos de cinco años de derrotas acumuladas. No cabe duda. Pero el desgaste del gobierno de Bolsonaro, si bien lento, ha sido ininterrumpido. Los sectores políticamente más activos en la base social de la izquierda se sienten hoy más fuertes que ayer, y esto es importante. Las alteraciones en la conciencia de las masas son fundamentales para la disposición a la lucha, el ánimo, la fuerza moral y la autoconfianza. Hay situaciones en las que la relación política de fuerzas es peor que la relación de fuerzas a nivel social. Hay otras en las que sucede lo contrario. Aunque la tendencia sea la sincronía, nunca hay plena sintonía entre ambas. En general, el patrón muestra que la conciencia está atrasada en relación con la situación objetiva. Antes de que las posiciones de clase se modifiquen, es necesario que la conciencia se transforme. Los grandes acontecimientos son como rayos, truenos y relámpagos en la mentalidad de las masas. Las victorias funcionan como una descarga. Cuando lo que parecía imposible acontece y sorprende a todo el mundo, crecen las expectativas.

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El Lava Jato sufrió una derrota fatal. La narrativa de que el gobierno del PT era una banda corrupta fue herida de muerta y está agonizando. La ironía de la historia es que la necesidad de preservar el Lava Jato explica la decisión de Fachin de transferir los procesos que condenaron a Lula en Curitiba al TRF-1 de Brasilia y la anulación de las condenas. La suspensión de Moro arruinó su posible candidatura. Moro todavía era el nombre más popular de la oposición liberal. Pero se parece cada vez más a un cadáver insepulto. Sin él, el «giro al centro», es decir, la posibilidad de que una candidatura de derecha liberal, como la de Doria o aun la de Ciro Gomes, conquiste la dirección de la oposición y supere a una candidatura de izquierda en la segunda vuelta de 2022, es más bien improbable. El escenario de una confrontación entre Bolsonaro y Lula, si se mantienen las condiciones actuales, es la hipótesis más plausible.

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Bolsonaro conserva fuerza política, influencia social y la posibilidad de su reelección representa un peligro real. En marzo, Brasil alcanzó los trescientos mil muertos y se posicionó en el centro de la pandemia a escala internacional. Las previsiones de los epidemiólogos dicen que lo más probable es que en abril el escenario sea apocalíptico. La falencia de la gestión de la pandemia llevó a una catástrofe que hizo colapsar el sistema de salud, amenaza el sistema funerario y sintetiza el desastre general de los últimos dos años. Pero es innegable que estamos frente a una paradoja en este primer trimestre de 2021. El desgaste del gobierno se agravó. Mientras tanto, conquistó dos triunfos políticos al elegir a los dos presidentes del Congreso Nacional, tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado, lo que le garantiza el blindaje, por el momento, frente a la posibilidad de un impeachment y el bloqueo de las investigaciones en el STJ contra Flavio, su hijo senador. Este desenlace en la superestructura institucional entra en contradicción con la dinámica de debilitamiento del gobierno a nivel social. Ningún gobierno «cae de maduro». Los gobiernos deben ser social y políticamente derrotados antes de poder ser derrumbados en las calles o en las urnas. Las explosiones sociales son en lo esencial movilizaciones espontáneas. Pero no son un accidente histórico. Cuando en el marco de una sociedad que se hunde en la decadencia histórica, la generación más joven llega a la conclusión de que sus esfuerzos individuales no bastarán ni siquiera para mantener el nivel de vida de sus padres, esa generación se pone en movimiento. No sabemos cuándo, pero mientras no se produzca una derrota histórica es inexorable. Si la clase dominante no es capaz de resolver sus crisis a través de proceso políticos de negociación, la lucha de las masas irrumpirá en la vida política con disposición revolucionaria. En este contexto debemos preguntarnos por qué Bolsonaro logra mantener su posición. Las diferencias irreconciliables dentro de la oposición de izquierda y entre ella y la oposición liberal al gobierno de extrema derecha no son la única y, probablemente, ni siquiera la principal clave de contención de la situación actual. Las oposiciones a los gobiernos de Figueiredo y de Collor estaban también profunda y radicalmente divididas. Hay que prestarle atención a, por lo menos, cinco factores suplementarios. En primer lugar, hay que considerar que la masa de la burguesía apoya al gobierno, y esto tiene un peso importante. También es cierto que el núcleo de la clase dominante, que acumula cada vez más disgustos, avala todavía la necesidad de que Bolsonaro termine su mandato, aun si lo hace en términos instrumentales porque confía en las instituciones del régimen, como el Congreso y los Tribunales, a la hora de establecer límites a la pulsión bonapartista. En segundo lugar, el gobierno conserva el apoyo de un tercio de la población, especialmente en los sectores medios que giraron hacia la extrema derecha, aunque, luego de la asistencia económica de emergencia, también en algunos sectores de las franjas populares más pauperizadas. En tercer lugar, todavía pesa mucho en la conciencia de la clase trabajadora el efecto desmoralizante de las derrotas acumuladas. En cuarto lugar, pero no menos importante, está la fragilidad de las alternativas a Bolsonaro. El PT tuvo un gran poder de convocatoria entre el fin de la dictadura y la elección de Lula en 2002, pero perdió la fuerza de su encanto. Después de trece años, el desgaste y la desconfianza que generó el PT fueron vertiginosos. El PT todavía es el partido de izquierda más grande, pero perdió autoridad. Es verdad que debemos considerar que los últimos cinco años fueron amargos y, en comparación, mucho peores. Pero también es verdad que asistimos a una transición generacional de la izquierda que se expresa en el vigor de los nuevos movimientos de la juventud, los negros y las mujeres y en el fortalecimiento del PT. La izquierda tendrá que luchar mucho para conquistar la dirección de la oposición. El PT y Lula dejaron de ser irresistiblemente atractivos para algunos sectores, pero a los trabajadores el PSOL todavía les parece inmaduro para ejercer el poder.